febrero 08, 2015

Mis petacas

Tengo un sueño recurrente: voy a salir de viaje (o regresar a casa, eso varía) y se me está haciendo tarde para ir al aeropuerto o para tomar el autobús o lo que sea. Todavía no acabo de empacar y ya es casi la hora en que debería estar abordando el transporte. Para aumentar el grado de angustia, tengo una enorme cantidad de cosas que empacar, por lo que empiezo a agarrar mis pertenencias casi al azar, tratando de llevarme lo más posible... lo cual, por supuesto, nunca logro hacer.

Esta mañana tuve otra vez ese sueño. En este caso, estaba en algún lugar de la república y tenía que tomar un taxi compartido para llegar al aeropuerto, pues viajaba con un grupo grande. Como traía diversas maletas y paquetes (más de las que podía cargar) alguien me ayudaba, pero nunca veía quién había sido ni qué taxi había tomado... así que solo me restaba confiar en que mi ángel (así le llamaba en el sueño) llegara a nuestro destino común con mi enorme maleta. Cosa curiosa, esa maleta era igualita a una que tuvo mi mamá hace muuuchos años, aunque la de mi sueño era como 3 veces más grande. Pensándolo bien, eso no es curioso; es freudiano.

Mis amigos y amigas psicoterapeutas ya tendrán una muy buena explicación a mi obsesión onírica con los viajes, las maletas y la angustia de llegar tarde. Mi interpretación es más simple: traigo mucho bagaje, más del que me atrevo a confesar... y muero por dejarlo atrás, pese a que la responsabilidad autoimpuesta me obliga a seguirlo cargando. Y aunque sea conveniente, también me angustia que alguien más cargue con lo que me corresponde. Falta de confianza, supongo.

Dejar atrás. Suena fácil, pero todos nos aferramos a una u otra cosa. Sean objetos o sentimientos, siempre hay algo con lo que cargamos y nos pesa demasiado... pero nos asusta abandonarlo en el camino. Hay algo de reconfortante en estar rodeado de lo nuestro. Hay algo (o mucho) de necesario en envolverse en los recuerdos, por muy dolorosos que sean.

Sin embargo, no podemos cargar con todo. Como en mi sueño, el tiempo se agota y la maleta tiene un espacio limitado. Para correr hacia la puerta de salida es mejor cargar con poco. Así que a deshacerse de lo que no se usa y a dejar atrás lo que ya no es necesario.

Ni siquiera me acuerdo qué demonios guardé en esa maletota. Pero estoy segura de que no me va a hacer falta.



Foto tomada de Pinterest


febrero 01, 2015

Los peces en el río


Hace años, mi entonces novio (ay, cositaaa) y ahora esposo me regaló en Navidad tres tortugas japonesas, de esas simpáticas y pequeñas que son populares entre los niños. Yo vivía en un edificio en donde no se admitían mascotas, así que las tortuguitas constituían una perfecta compañía pues no hacían el menor ruido. Matilde, Filomena y el Juli eran de lo más simpáticas.

Nos fuimos aficionando a estos bichos y después a los peces. En cuestión de meses, ya tenía yo además un par de goldfish y varios neones en una pecera aparte. En el departamento de él equipamos otra pecera de muy buen tamaño con tortugas Apalone de concha blanda (su entrada de wikipedia aquí) y peces diversos. Incluso soñábamos con un acuario marino, que son una cosa espectacular cuando están bien puestos y cuidados adecuadamente.

Queríamos algo sencillito, nada más
Primer error de principiantes: las tortugas verdes, que en realidad se llaman "de la Florida", crecen mucho. Pueden alcanzar más de 60 centímetros de largo del caparazón, dependiendo del tamaño de su hábitat. Las mías empezaron a crecer y a ensuciar su pecera más allá de la capacidad de filtración de los aparatos que tenía. La limpieza se tornó complicada y desagradable.

Matilde tomando el sol. Para entonces ya tenía como 5 años y más de 20 cm de longitud
Años después y ya en nuestra casa pudimos instalar una pecera grande exclusivamente para ellas e incluso planéabamos hacerles un estanque, pero esa es otra historia...

Segundo error de principiantes: hay especies que nunca se deben combinar en un mismo habitáculo. En su departamento, mi media toronja tenía la gran pecera que nos había vendido un supuesto experto, con piedras decorativas, castillito submarino, plantas (que, además, nos las vendieron llenas de caracolitos -gran problema-), filtros y multitud de peces... y las famosas tortugas de concha blanda. El “asesor” en quien confiábamos no tomó en cuenta el tipo de peces que nos vendió ni la presencia de esas tortugas que eran de una especie agresiva. La cosa terminó en tragedia: peces que se comían o se atacaban unos a los otros, los sobrevivientes estresados y una tortuga muerta quién sabe por qué.
 
Logramos salvar a varios de ellos y los dimos en adopción a gente que en verdad sabía cuidarlos. Incluso las tortugas vivieron muchos años más con nosotros, también en sus propios acuarios (las de la Florida por su lado y la Apalone por el suyo), pero la experiencia fue terrible. Por muy hermosos que sean los acuarios, por muy cuidados, planeados y bien mantenidos que estén, no dejan de ser una prisión. Ni se diga de esas icónicas peceras redondas o los pequeños cubitos en los que conservan a los peces beta.

Nunca más haremos algo semejante. Nunca, nunca más.
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