Y pregúntome: si yo no veo el medidor del gas, ¿nadie más lo hace? ¿Nadie más le da de comer a las tortus? ¿Nadie en casa salvo yo sabe dónde están los teléfonos de amigos y prestadores de servicios? ¿Alguien más podría fijarse en las existencias de la despensa, plis? Somos tres adultos en casa, que comen, beben, se visten y hacen sus abluciones todos los días. Pero si algo falla... aquí estoy yo. Casi, casi siempre yo.
Los fines de semana me levanto antes que la familia y le doy una escombradita a la cocina antes del desayuno. Reviso el periódico, le doy de comer al gato, barro el piso. Sola. Cuando la familia se levanta, ¿se darán cuenta de que las migas del sándwich de anoche ya no están? ¿Que misteriosamente la luz del patio ya está apagada? ¿Que nadie me dijo que lo hiciera, y está hecho? Y me siento sola en casa, cuando la familia duerme y el sol ya está más o menos alto. Recuerdo a mi madre, barriendo a las 8 am de los sábados, y yo en cama, incapaz de levantarme antes de las 9:30 los fines de semana de mis veinte y pico de años. Karma is a bitch.
Okey, okey. Ya sé que es mi decisión el asignar responsabilidades... pero, insisto, ¿quién dijo que era yo quien debía asignar responsabilidades? Creo que históricamente las mujeres nos colgamos el papel de ama de casa, por muy liberadas, feministas, profesionales y mujeres-de-mundo que seamos. Y nos resistimos a ceder el control. Algunas, al menos.